martes, 31 de enero de 2017

Enero y los caprichos del tiempo


Enero y los caprichos del tiempo

El primer día del año llega siempre tras un conteo regresivo para constatar el valor que encierra la brevedad de un segundo.

Enero es un reloj que reinicia la marcha. Por eso, cuando sus manecillas rompen la inercia, somos parte de los caprichos del tiempo, herederos de las horas de ayer y protagonistas del presente donde nos quedan instantes por transitar aún.

El compás impasible de su péndulo nos recuerda que tras el último minuto de 1958 la Isla removió sus cimientos y se adentró con los pies desnudos en el mar de la libertad. Por eso, cuando llega enero se renueva la alegría, y aquellas mismas aguas humedecen ahora nuestra sien para salvarnos del olvido.

Entonces, evocamos entre campanadas a quien renunció a vivir intervalos propios para cronometrar su existencia al ritmo de Cuba, hasta perpetuarse más allá de líneas temporales.

La llegada de enero advierte también nuevos sueños que vuelan sobre el minutero y solo serán alcanzados por aquellos que, dejando a un lado la pobreza de espíritu, mantienen un ritmo constante y el alma limpia.

Por supuesto que seguir la marcha de los segundos no será fácil. Habrá lapsos de espera, periodos de tristezas y horarios definitorios…

Sin embargo, cuando el calendario acciona la cuerda del reloj enero, comprendemos que así como cada mecanismo del engranaje es esencial para iniciar el nuevo año, cada uno de nosotros, con nuestras luces y sombras, conformamos el pueblo, esa pieza vital que impulsa los amaneceres de la gran casa que llamamos Patria.

Por eso, la mejor manera de recibir a enero es ajustando nuestras manecillas para que la danza de los minutos nos sorprenda con pasos ligeros porque, como dijera el Apóstol, ese el primer deber de un hombre de estos días: ser un hombre de su tiempo.

miércoles, 18 de enero de 2017

Que me despidan bailando casino

 
 
Daniel Rodríguez Sánchez|

El amor y el baile llegaron casi juntos a mí. Tenía 16 años cuando conocí a Caridad Molgado, aquella muchacha que se robaba la atención de todos cuando bailaba en las fiestas populares.

En esos momentos, yo tenía que permanecer a un lado observando como cambiaba de parejas y la gente formaba un coro alrededor de ella para aplaudir la soltura de sus movimientos. Tengo que confesar que moría de celos. Entonces comprendí que el temor a perderla solo se borraría de una forma: aprendiendo a bailar.

Pasábamos los mediodías en su casa, sintonizando programas musicales en un radio, porque en aquel tiempo no teníamos grabadora. Era tanto el deseo de saber que captaba rápido los pasillos, las vueltas… La pasión  se me adentró en el cuerpo. Ya no se trataba de mi novia, sino de mí.

Conformamos un dúo y nos convertimos en la pareja que acompañaba a la agrupación Los Tupas, de Pedro Betancourt, en sus presentaciones por muchos territorios de la provincia y del país, e incluso, nos insertamos en un elenco de rumba perteneciente a la casa de cultura municipal.

En 1982 decidimos separarnos. Un año después, mientras regresaba del trabajo, sufrí un accidente. El camión donde viajaba, tras impactar contra otro vehículo, se volcó y un angular me cortó el antepie derecho. Así llegó la etapa triste de mi vida.

Estuve ingresado tres meses en el hospital de Cárdenas. Tenía 23 años solamente. En la sala habían televisores y a veces veíamos programas musicales. Recuerdo que estaba sentado en la cama, pues me habían hecho un injerto de piel recientemente, y de pronto escucho que transmitían un recital de los Van Van.

Le pedí ayuda para incorporarme a una enfermera joven que estaba de práctica. Primero se negó, pero terminé convenciéndola cuando le dije que aquello para mí era una medicina. Me puse en posición de salida y, al girar, impacté el pie vendado contra el suelo, fue doloroso…

El médico, que era como un padre en esos momentos, me aconsejó que tuviese cuidado, otro percance como ese y era posible la amputación de la extremidad.

Al notarme deprimido, el personal me hablaba de un joven que había perdido parte de la pierna y, a pesar de eso, no abandonó su vocación. Se llamaba Pedro Moronta, un día se apareció en el hospital para hablar conmigo y fue quien me dio fuerza cuando dije que me quitaba la vida si no podía volver a bailar.

Después de salir de alta, le pedí apoyo a mi novia pero se negó por miedo a que tuviese una recaída. No me quedó más remedio que seguir solo. En esa época mi mamá trabajaba por turnos. Delante de ella no podía practicar porque lloraba mucho.Esperaba a que se fuera, me levantaba de la cama, prendía la grabadora y me iba hacia el patio de la casa donde había un tubo que formaba parte del respiradero de la fosa. Allí amarraba dos toallas y así fui haciendo mis ejercicios en busca de equilibrio. A veces tenía que rendirme porque era mucho el dolor.

Cuando estuve listo, las instituciones culturales tuvieron miedo a abrirme las puertas. Sin embargo, me hice popular en medio de la calle, en las plazas, bailando. Eso sí, nadie me conocía por Daniel Rodríguez Sánchez, pero si alguien decía: “llegó Wiwi”, todos dirigían la mirada hacia la pista.

La primera vez que salí a un escenario fue en el teatro Cuba. Unos lloraban, otros aplaudían. Hay quien dice que bailo más con un solo pie en el suelo que con dos, porque ahora es que me atrevo a crear.

Así se desarrolló mi carrera, marcada no solo por numerosos premios en festivales de la Asociación Cubana de Limitados Físico – Motores; sino también por presentaciones en espacios como el Teatro América. Además quedé entre las siete mejores parejas durante el concurso nacional Se baila así, efectuado en el 2007, donde tuve que dominar muchos ritmos y competir  junto a participantes sin discapacidades. En La Habana me gané además un espacio fijo en el Restaurante-Cabaré 1830 donde cada presentación es acogida con regocijo.

No tuve escuela, pero soy un creador natural. Antes de empezar una actuación, me aparto a un lugar solo a concentrarme. Es imposible pensar como mi pareja que tiene dos pies, ni  entretenerme, porque el espectador no perdona y dice: “si el decidió bailar así, tiene que hacerlo bien”.

El artista no se debe al público solamente por lo que realiza, sino también por cómo se comporta. Cuando camino por las calles y la gente me saluda, siempre me acerco para extender mi mano.

Si se siente la música y me ven en silencio, saben que no estoy bien. Bailar me nace. Por eso, el día que muera, no quiero coronas ni lamentos, tan solo que me despidan bailando casino. (Por Gonzalo Torriente Morales, estudiante de Periodismo y Lianet Fundora Armas. Fotos: Lianet Fundora Armas)



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