El
amor y el baile llegaron casi juntos a mí. Tenía 16 años cuando conocí a
Caridad Molgado, aquella muchacha que se robaba la atención de todos
cuando bailaba en las fiestas populares.
En
esos momentos, yo tenía que permanecer a un lado observando como
cambiaba de parejas y la gente formaba un coro alrededor de ella para
aplaudir la soltura de sus movimientos. Tengo que confesar que moría de
celos. Entonces comprendí que el temor a perderla solo se borraría de
una forma: aprendiendo a bailar.
Pasábamos
los mediodías en su casa, sintonizando programas musicales en un radio,
porque en aquel tiempo no teníamos grabadora. Era tanto el deseo de
saber que captaba rápido los pasillos, las vueltas… La pasión se me
adentró en el cuerpo. Ya no se trataba de mi novia, sino de mí.
Conformamos
un dúo y nos convertimos en la pareja que acompañaba a la agrupación
Los Tupas, de Pedro Betancourt, en sus presentaciones por muchos
territorios de la provincia y del país, e incluso, nos insertamos en un
elenco de rumba perteneciente a la casa de cultura municipal.
En
1982 decidimos separarnos. Un año después, mientras regresaba del
trabajo, sufrí un accidente. El camión donde viajaba, tras impactar
contra otro vehículo, se volcó y un angular me cortó el antepie derecho.
Así llegó la etapa triste de mi vida.
Estuve
ingresado tres meses en el hospital de Cárdenas. Tenía 23 años
solamente. En la sala habían televisores y a veces veíamos programas
musicales. Recuerdo que estaba sentado en la cama, pues me habían hecho
un injerto de piel recientemente, y de pronto escucho que transmitían un
recital de los Van Van.
Le
pedí ayuda para incorporarme a una enfermera joven que estaba de
práctica. Primero se negó, pero terminé convenciéndola cuando le dije
que aquello para mí era una medicina. Me puse en posición de salida y,
al girar, impacté el pie vendado contra el suelo, fue doloroso…
El
médico, que era como un padre en esos momentos, me aconsejó que tuviese
cuidado, otro percance como ese y era posible la amputación de la
extremidad.
Al
notarme deprimido, el personal me hablaba de un joven que había perdido
parte de la pierna y, a pesar de eso, no abandonó su vocación. Se
llamaba Pedro Moronta, un día se apareció en el hospital para hablar
conmigo y fue quien me dio fuerza cuando dije que me quitaba la vida si
no podía volver a bailar.
Después
de salir de alta, le pedí apoyo a mi novia pero se negó por miedo a que
tuviese una recaída. No me quedó más remedio que seguir solo. En esa
época mi mamá trabajaba por turnos. Delante de ella no podía practicar
porque lloraba mucho.Esperaba a que se fuera, me levantaba de la cama,
prendía la grabadora y me iba hacia el patio de la casa donde había un
tubo que formaba parte del respiradero de la fosa. Allí amarraba dos
toallas y así fui haciendo mis ejercicios en busca de equilibrio. A
veces tenía que rendirme porque era mucho el dolor.
Cuando
estuve listo, las instituciones culturales tuvieron miedo a abrirme las
puertas. Sin embargo, me hice popular en medio de la calle, en las
plazas, bailando. Eso sí, nadie me conocía por Daniel Rodríguez Sánchez,
pero si alguien decía: “llegó Wiwi”, todos dirigían la mirada hacia la
pista.
La
primera vez que salí a un escenario fue en el teatro Cuba. Unos
lloraban, otros aplaudían. Hay quien dice que bailo más con un solo pie
en el suelo que con dos, porque ahora es que me atrevo a crear.
Así
se desarrolló mi carrera, marcada no solo por numerosos premios en
festivales de la Asociación Cubana de Limitados Físico – Motores; sino
también por presentaciones en espacios como el Teatro América. Además
quedé entre las siete mejores parejas durante el concurso nacional Se
baila así, efectuado en el 2007, donde tuve que dominar muchos ritmos y
competir junto a participantes sin discapacidades. En La Habana me gané
además un espacio fijo en el Restaurante-Cabaré 1830 donde cada
presentación es acogida con regocijo.
No
tuve escuela, pero soy un creador natural. Antes de empezar una
actuación, me aparto a un lugar solo a concentrarme. Es imposible pensar
como mi pareja que tiene dos pies, ni entretenerme, porque el
espectador no perdona y dice: “si el decidió bailar así, tiene que
hacerlo bien”.
El
artista no se debe al público solamente por lo que realiza, sino
también por cómo se comporta. Cuando camino por las calles y la gente me
saluda, siempre me acerco para extender mi mano.
Si
se siente la música y me ven en silencio, saben que no estoy bien.
Bailar me nace. Por eso, el día que muera, no quiero coronas ni
lamentos, tan solo que me despidan bailando casino. (Por Gonzalo Torriente Morales, estudiante de Periodismo y Lianet Fundora Armas. Fotos: Lianet Fundora Armas)