El primer día del año llega siempre tras un conteo regresivo para constatar el valor que encierra la brevedad de un segundo.
Enero
es un reloj que reinicia la marcha. Por eso, cuando sus manecillas
rompen la inercia, somos parte de los caprichos del tiempo, herederos de
las horas de ayer y protagonistas del presente donde nos quedan
instantes por transitar aún.
El compás impasible de su péndulo nos recuerda que tras el último minuto de 1958
la Isla removió sus cimientos y se adentró con los pies desnudos en el
mar de la libertad. Por eso, cuando llega enero se renueva la alegría, y
aquellas mismas aguas humedecen ahora nuestra sien para salvarnos del
olvido.
Entonces, evocamos entre campanadas a quien renunció a vivir intervalos propios para cronometrar su existencia al ritmo de Cuba, hasta perpetuarse más allá de líneas temporales.
La
llegada de enero advierte también nuevos sueños que vuelan sobre el
minutero y solo serán alcanzados por aquellos que, dejando a un lado la
pobreza de espíritu, mantienen un ritmo constante y el alma limpia.
Por
supuesto que seguir la marcha de los segundos no será fácil. Habrá
lapsos de espera, periodos de tristezas y horarios definitorios…
Sin
embargo, cuando el calendario acciona la cuerda del reloj enero,
comprendemos que así como cada mecanismo del engranaje es esencial para
iniciar el nuevo año, cada uno de nosotros, con nuestras luces y
sombras, conformamos el pueblo, esa pieza vital que impulsa los
amaneceres de la gran casa que llamamos Patria.
Por
eso, la mejor manera de recibir a enero es ajustando nuestras
manecillas para que la danza de los minutos nos sorprenda con pasos
ligeros porque, como dijera el Apóstol, ese el primer deber de un hombre
de estos días: ser un hombre de su tiempo.
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