Amanece
y la lluvia se desliza entre la ceiba que custodia la plaza de Ciro
Redondo para humedecer hasta el último de los recuerdos. Las gotas
desafían las cortinas de sus ramas y se escurren hasta las manos de
Pedro Camilo Troche Lorenzo, Otémero Meriño Perdomo y Oscar Álvarez
Rodríguez. Entonces, de la piel curtida desaparecen las cicatrices. El
ruido de la fábrica se vuelve silencio y las viviendas del poblado
regresan a sus cimientos.
Cerca
de la ceiba, se levanta poco a poco la casa colonial y 165 hombres
desandan el portal, contemplan el terreno… El viaje ha sido largo desde
La Habana y, al fin, están en los predios de la antigua finca María
Luisa en el municipio de Jovellanos.
Dijeron adiós a la escuela Camilo Cienfuegos, allá en la fortaleza del Morro, donde estos combatientes de la Sierra y el Escambray recibieron educación tras concluir la guerra. Fue en ese lugar donde presenciaron la visita de Ernesto Guevara
quien les propuso marchar hacia la provincia de Matanzas. El propósito
era fundar una unidad experimental en la cual las labores de
autoabastecimiento serían la base para realizar investigaciones en los
sectores agrícola y pecuario.
La finquita se llamaría Ciro Redondo, en honor al valiente capitán rebelde que pereciera en la invasión hacia occidente.
Es
11 de enero de 1962 y ahora comprenden la certeza de lo expresado por
Guevara: “quienes se decidan a ir deben saber que será tan duro como la
guerra”.
Tendrían
que comer aquello que fuesen capaces de producir y criar, habría
espacio para el estudio y una vez concluida la faena diaria, les
esperaban horas de trabajo voluntario a fin de construir sus propias
viviendas para reunirse nuevamente con los familiares que habían dejado
en el otro extremo de la Isla.
No
obstante, confiaban en el conocimiento del ingeniero Guillermo Cid, el
“científico de manos callosas”, como lo catalogara el Che, pues conocía
bien cómo extraerle los mejores frutos a aquellos terrenos.
Transcurrieron
casi seis meses durmiendo en el suelo, algunos en el piso de la casa
colonial; otros, bajo la ceiba, o en el interior de una pequeña cueva.
los
primeros edificios en levantarse fueron el laboratorio y la escuela.
Desde ese momento el licenciado Raúl Arteche, que había venido de la
Universidad de La Habana, se encargó de la superación. Más adelante
aparecieron la cocina comedor, el albergue, el almacén, la nave para el
depósito de la producción, la fábrica de embutidos, de hielo, de vinos,
quesos y aceites, la perfumería, el taller de maquinaria, la
carpintería, la casita de las milicias y una cantina.
De
igual forma, mejoraron la vaquería María Luisa, se crearon tres naves
pequeñas para la crianza de pollo, se construyó la vaquería Satélite y
se acondicionó una pista de aterrizaje que utilizaría el Che para sus
constantes visitas en las cuales compartía las labores y hablaba de la
importancia de forjar el hombre nuevo.
“Aunque
viniera con su mujer y sus hijos dormía en el albergue. No quiso ningún
tipo de privilegios. Una vez llegó a la cocina después de que
terminamos de comer arroz con frijoles carita y revoltillo y, cuando el
cocinero le trajo una bandeja con carne, la llevó para adentro, pidió el
mismo menú que nos habían dado y mandó a trabajar en la agricultura al
cocinero por guataca”, comenta Álvarez a sus compañeros que no pueden
evitar sonreír.
En
disímiles momentos lo vieron “volteando todo el lugar” sobre el caballo
del antiguo dueño de la finca, el cual conseguía domar a pesar de su
fama de genioso. El mismo Troche vio cuando uno de los de la tropa le
dijo: “ustedes tienen tanta bulla con ese caballo y yo soy capaz de
montarme y darle dos cuartazos. El Che se apeó y le contestó:- así que
eres buen jinete, pues ven-. Aquel hombre montó, le dio dos cuerazos y
de inmediato el animal salió corriendo solo dejándolo tendido en medio
del cañaveral”.
Sobre
su montura el comandante recorría la comunidad que había ido creciendo
poco a poco. Y había que estudiar, afirma Meriño quien describe el
momento en que el Che se acercó al negrito apodado “Terraplén”, le
preguntó cuál era su nivel de escolaridad y cuando este le dijo que era
analfabeto, se disgustó mucho y el muchacho comenzó a llorar. Entonces,
le puso la mano sobre el hombro, sacó un bolígrafo del bolsillo y le
orientó al maestro Arteche -cuando aprenda a leer y escribir se la
regalas en mi nombre-. Óigame, había que ver a Terraplén. Después de eso
andaba con los libros para arriba y para abajo, se ganó la pluma y
¡mira que vino gente de todas partes a comprársela!, pero nunca la
vendió”.
Ha
llegado el 29 de marzo de 1965 y el Che arriba a la unidad agrobotánica
experimental con el deseo de almorzar junto a los combatientes. De
inmediato se colocan las mesas en la nave de cosecha. Las horas
transcurren reviviendo pasajes revolucionarios, las columnas
guerrilleras, las hazañas, las vivencias junto a Camilo, Almeida, Raúl, Fidel…
Al
llegar el instante de regresar a La Habana, Álvarez ajusta todo para
aprovechar el viaje y retornar a su hogar en Bauta, como lo hacía
quincenalmente. Antes de ascender a la avioneta, el Che vuelve el rostro
hacia el grupo reunido e indica: “siembren la pista de Pangola”.
La
orden suscita el desconcierto pues hacerla había costado largas horas
de esfuerzo. “¿Será que el comandante bebió demás”, piensan algunos.
Semanas
después recibieron la noticia de que el guerrillero heroico, había
marchado a Bolivia para seguir su vocación internacionalista y
comprendieron que aquella había sido la despedida.
Ha
dejado de llover. Pedro Camilo Troche Lorenzo, Otémero Meriño Perdomo y
Oscar Álvarez Rodríguez contemplan los primeros rayos del sol que se
escurren entre la ceiba borrando las gotas de agua. Poco a poco sus
manos se secan y reaparecen las huellas dejadas por 79, 86 y 82 años.
Las
fábricas de aceite, hielo, de vinos, quesos, la perfumería y el
laboratorio ya no están. En medio de aquel sitio la Unidad Empresarial
de Base Ciro Redondo funge como único refugio para la historia mientras
las paredes de las viviendas se alzan como testigos del ayer.
A
lo lejos se aprecia la estructura de lo que un día fue el albergue y la
escuela que ya no guarda pupitres ni pizarras. Mientras, una sala de
historia muestra el rostro risueño del ingeniero Guillermo Cid, la boda
del hijo del maestro Arteche y tantos combatientes que ya no están.
Próximo a ella, se abre un sendero donde una señal indica dónde está enterrado el caballo impetuoso, dominado por el comandante.
El
portal de la antigua casona es sustituido por una plaza a la que se
aproximan Troche y Meriño. Allí comparten memorias y no se arrepienten
de haber venido a estas tierras. Por eso cuando la nostalgia los
envuelve, o lamentan que hayan desparecido muchas de las obras que
ayudaron a construir, se acercan a las piedras que evocan su rostro y la
imagen les recuerda cómo los hombres, más allá de dificultades y
sacrificios, deben tener la mirada fija en las virtudes más altas.
*Agradecemos
a los especialistas del Museo Municipal Domingo Mujica Carratalá, la
Asociación de Combatientes de Jovellanos y a los administrativos de la
UEB Ciro Redondo por contribuir con la realización de este trabajo.