El domingo 18 de abril
de 1819
trajo consigo grandes alegrías para Francisca de Borja López y Ramírez de
Aguilar y Don Jesús María de Céspedes y Luque. Allí en la villa de San
Salvador de Bayamo en el Oriente de Cuba, nacía el primogénito de
aquella unión: Carlos Manuel Perfecto del Carmen Céspedes y del Castillo.
Ese día, la tierra de Cuba, sintió un presagio de luz en su
interior, una brisa precursora de nuevos tiempos en los que la libertad
cabalgaría sobre el filo del machete.
Transcurrieron los años y aquel pequeño, se convirtió en un
hombre de ideas sólidas, un intelectual eminente y sobre todo una figura cuya
grandeza habitaba en esa capacidad de renunciar a su posición económica para
asumir por fortuna la causa de la
Patria.
Céspedes cargó sobre sus hombros la dignidad del pueblo
oprimido, levantó los ánimos y echó por tierra los prejuicios para que en la
guerra, codo a codo, lucharan todas las razas, credos, procedencias…
Forjó la doctrina y las tradiciones guerreras del pueblo, y
como expresara José Martí: “De pie juró la ley de la República el presidente
Carlos Manuel de Céspedes, con acentos de entrañable resignación, y el dejo sublime
de quien ama a la patria de manera que ante ella depone los que estimó decretos
del destino”.
¡Cuánta angustia llevó consigo en el alma ante la certeza de
que su hijo estaba condenado a morir! y
sin embargo, en un acto sublime decidió convertirse en el Padre de la Patria.
Y, al final de su existencia terrena, como expresara Eusebio
Leal: “revólver en mano, en lugar de tomar el camino de la cuesta del río,
entre cuyos lirios solía recrearse, decide internarse en el monte repleto de
abrojos y espinas, ascendiendo hasta el peñón. Y allá, desde lo alto de ese
risco, se derrumba por el barranco hacia el precipicio. ¿Qué pasó en el último
instante? ¿Pudo usar su arma, antes de ser ultimado? Su hijo y sus compañeros
habían bajado a un lugar próximo y desde allí escucharon los dos disparos.
Ellos solo pudieron encontrar jirones de sus cabellos y ropas, pues el cadáver
fue arrastrado entre las piedras por sus victimarios. Si fue la traición o el
azar el que guio al Batallón de Cazadores de San Quintín hasta aquel apartado
y, al parecer, seguro refugio de la
Sierra, poco importa ya en definitiva. Los ignotos
perseguidores del hombre del 10 de Octubre eran portadores, sin saberlo, de la
corona de laurel para ceñir su frente”.
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