Me parece que fue ayer cuando
conocí a Manolo Carreño Fernández aunque, a decir verdad, desde antes de ser
novios, mi esposo me había hablado del tío abuelo que lo adentró en los caminos
de la décima y que en las noches, acostado a su lado, le enseñó cómo rimar en
octosílabo, cómo velar por los singulares y plurales y, principalmente, cómo
sacarse del alma cada verso para que fuese auténtico.
Sin embargo, no fue hasta que
llegué a su hogar en la Finca Dos Hermanos del municipio de Pedro Betancourt
que comprendí que aquel guajiro grande, de un vozarrón potente y un “pecho”
afinadísimo, era uno de esos seres escogidos por la poesía para quedarse para
siempre.
La primera vez que Manolo me dio
la bienvenida, ya sus pupilas no lograban divisar bien mi rostro, pero bastó
que sostuviera mi mano fuerte para tener la certeza de que su visión interior
tenía una claridad inmensa, esa que le hacía contemplar el pasado y vislumbrar el
futuro para después contarlos en décimas, con un encanto solo igualable con el
de los juglares que recorrían los pueblos en la antigüedad inmortalizando
historias desde sus versos.
Así tuve el privilegio de
disfrutar muchas tardes, todos sentados alrededor de él, que mecía las
espinelas en su sillón con la pierna levantada, a veces cantando, otras
recitando, llevando a quienes lo escuchábamos de la tristeza a la risa.
-“Manolón tengo que ir a cocinar”
- “Quédate otro rato, no te he
dicho la décima que le hice a Gerardo Inda Castillo”- afirmaba sin soltarme la
mano y fue así como descubrí que nadie nunca logró contar los versos que
guardaba aquella memoria prodigiosa que parecía ensancharse con el tiempo y
cuya lucidez le permitía recitar desde la novela Camilo y Estrella de Chanito Isidrón, hasta obras que habían pasado
de familia en familia e, incluso, retener varias décimas con solo oírlas una
vez en medio de una controversia.
En todos los poblados y bateyes
aledaños todos sabía quién era Manolo Carreño, uno de los 14 hijos de Pancho y
Chacha, que conoció desde temprano el trabajo fuerte en la tierra, pero el
cansancio nunca doblegó su espíritu alegre. Lo precedía siempre su fama de buen
bailador; de improvisador y tonadista que dominaba también el tres. Tuvo la
oportunidad de medir sus espinelas con las de muchos poetas de su época como Ismael
Lantigua, Jesús Domínguez, Reynaldo Soca Morejón, José Manuel Lugo; además de
cantar con Pablo León, uno de los más grandes poetas cubanos.
Por supuesto, con tantas virtudes
también acumulaba una fama notable de conquistador de muchachas bonitas, pero
para referirse a esa parte de su historia su voz potente parecía contraerse y,
como un niño a punto de hacer una travesura, me hablaba bajo para que la
“vieja” no lo escuchara.
Lo cierto es que a Manolo todos
“lo querían bien”. Sabía ganarse un puesto privilegiado en los corazones porque
había nacido para amar. Era la alegría de la familia, el padre que inculcó a su
hijo la pasión por el arte de improvisar, y que buscaba siempre una oportunidad
para pedirle a su hija que le dejase acariciarle los pies en un gesto sublime
de ternura. Fue luz y confidente de sus
nietos, procurándoles el consejo oportuno; y la adoración del hermano que jamás
se apartó de su lado.
Creo que jamás volveré a conocer
a un hombre que se enfrentara con esa decisión a difíciles batallas contra la
enfermedad, sin pronunciar una queja para no ver angustia en el rostro de su
esposa, sus hijos y los sobrinos que eran capaces de dar su vida por verlo sano
y fuerte.
Contrario a lo que ocurre en el
seno de muchas familias, a Manolo siempre le sobraron manos dispuestas a velar
por su salud. Y, para no desaprovechar ni un instante de mejoría, en los días
de gravedad, sorprendió a todos improvisando casi media hora.
La noche de su despedida física,
una estela de mosquitos cubrió las paredes de la casa como nunca, para anunciar
que el batey jamás diría adiós al improvisador.
Han transcurrido alrededor de
tres años y aunque muchos pensaron que se trataba de una despedida encuentro a
Manolo vibrando tan alto como siempre en la voz de mi esposo, el sobrino que
levanta su herencia en cada guateque, y
la transmite a sus alumnos del taller de repentismo infantil de Pedro
Betancourt, que lleva el nombre del poeta que jamás se marcha, porque canta aun
desde su sillón inmóvil, desde el tres que reposa sobre el escaparate, desde
las risas que estallan cuando rememoramos sus ocurrencias y desde mi mano que
puede escribir estas palabras porque tiene aun el calor de esa inspiración y cariño que solo saben procurar los hombres
eternos.
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