“La música es un mundo dentro de sí mismo, es un lenguaje que todos entendemos”
Stevie Wonder
La música nació conmigo. Fue ella la que me condujo por tantos
caminos hasta llegar al tres, porque sabía que desde sus cuerdas podía
ser yo mismo.
Tuve un tío que era tresero y poeta, tal vez de ahí surgió mi pasión
por el instrumento. Yo nací en Cárdenas y cuando tenía 16 años decidí
matricular en una academia de guitarra que abrieron en la ciudad. Allí
empecé a recibir la teoría pero cuando llegó el momento de escribir y
leer el pentagrama, comprendí que no iba a poder seguir ese camino.
Desde mi nacimiento me habían diagnosticado miopía y después
determinaron que además sufría de retinosis pigmentaria. A pesar de que
me sometí a una operación, en el 2001 ya había perdido completamente la
visión.
En aquel momento aún veía con dificultad. El maestro me dijo que
dibujaría para mí un pentagrama más grande, pero me negué, pues en la
vida real tendría que enfrentarme a los modelos normales y no
conseguiría leerlos.
Sin embargo, el tiempo de estudio me permitió adquirir las nociones
elementales y cerca de mi casa vivía un anciano el cual enseguida me
dijo que, si tenía interés en aprender a tocar el tres, podría enseñarme
a interpretar sones, guarachas…
Con veinte y pico de años ya me desenvolvía bastante bien e incluso
sabía tocar el güiro, las maracas. Tengo que confesar que al inicio mi
familia estaba molesta, imagínese, me pasaba horas practicando y aquel
-tin tun tin tun- los volvía locos.
Yo notaba que se quedaban asombrados de mi empeño. Cuando todavía
conservaba la visión me pasaba horas frente al televisor observando los
conciertos de Silvio. En esa época los transmitían con frecuencia y el
camarógrafo enfocaba mucho el brazo de la guitarra. Entonces, yo atendía
a cada posición de los dedos y trataba después de reproducirlas.
Eso sí, en el punto guajiro me adentré de forma autodidacta. Por
aquella fecha abrieron una peña campesina denominada Alipio Hernández
Morejón, en honor a un repentista cardenense. La misma se realizaba en
el círculo de servicios comunales. Allí empecé a presentarme junto a
otro compañero mayor que yo. Solo contaba con un ‘tresito’ viejo y por
diez pesos tocábamos desde las tres de la tarde hasta las ocho de la
noche. Ese espacio fue una escuela. Durante diez años acompañé a figuras
representativas de la improvisación como los hermanos Jesús (Tuto) y
Manolito García, Tomasita Quiala, entre otros.
Tuve también el privilegio de tocar para Jesús Orta Ruiz. Durante una
actividad en el museo Casa Natal de José Antonio Echeverría, donde
Naborí y Raúl Ferrer se encontraban, el público comenzó a aclamar al
poeta que accedió a cantar una décima. Fue algo inolvidable, imagínese
el nerviosismo. Por suerte todo salió bien. Al terminar se acercó a mí y
me puso la mano sobre el hombro. Aquello fue una señal…
Comencé a perseguir las peñas campesinas. Mientras podía ver viajaba
hacia Coliseo, Cantel…, y por supuesto acudía a la peña de Pedro Cruz en
Santa Marta a la cual sigo asistiendo. Hace dos años se rescató también
la Alipio Hernández, la cual se desarrolla ahora en la Casa de Cultura
Municipal de Cárdenas y ha sido como volver en el tiempo para
reencontrarme con mis inicios.
Allí todos saben quién es Papillo. Sí, porque nadie me conoce por mi
verdadero nombre: Adolfo Valeriano Maqueira Miranda. El sobrenombre me
lo puso un tío, que cada vez que nacía un nuevo miembro en la familia
era el encargado de colocarle un apodo. Originalmente me decían Pipillo,
pero en el mundo artístico todos comenzaron a llamarme Papillo y fue
ese el que prevaleció.
Siempre me gustó aprender, le preguntaba a este, al otro. Incluso
cambié la afinación del tres; antes dominaba la convencional, pero me
parecía un poco grave para el punto guajiro. La que tengo ahora se le
conoce popularmente como al aire y se asemeja a la del laúd.
Actualmente escucho un número en la radio y, si me gusta, con dos o
tres vueltas que le dé… ¡se va!. Ah, y donde quiera que esté, aunque
haya mil guitarras sonando, si una tiene la cuerda desafinada, no sé
cómo, pero me doy cuenta de inmediato.
Hace un año que no vivo en tierra cardenense. El amor me atrajo hasta
el municipio de Pedro Betancourt y aquí también sigue sonando mi tres.
Junto al joven poeta Héctor Luis Alonso imparto clases en el taller de
repentismo infantil del territorio.
El objetivo es que a la par de los futuros poetas surja también una
nueva generación de músicos, tonadistas. Por eso los apoyo, los enseño a
cantar y cuando asignen instrumentos, les mostraré cómo dominarlos. No
obstante, he impartido elementos teóricos acerca del tres, su origen e
importancia. Los muchachos demuestran entusiasmo y hasta montamos un
número similar al de Guambín y Guambán que dos niños interpretan a la
perfección.
Es importante seguir rescatando el papel de la música dentro de la
tradición campesina. Cuando canta un repentista y el acompañamiento es
pésimo, no tiene inspiración. Mientras improvisan, si alguno se traba,
de inmediato acudo a las notas de registro que es como abrirles el
pensamiento y decirles que piensen, que busquen el verso. Así las ideas
salen con mayor facilidad y frescura. Por supuesto, es fundamental que
el tres tenga una guitarra acompañante. Cuando esto sucede, existen más
posibilidades de crear, de embellecer el punto y tiene que interpretarse
alegre, vivaz, de modo que emocione al repentista y al público.
Después de que falleció mi mamá dije que no tocaba más. Sin embargo,
al cumplirse un año de su muerte, tuve que volver a abrazar el tres. No
me olvido de ese dolor, todavía lo llevo por dentro, pero es que la
música me llamaba. Renunciar a ella era negar una parte de mí. Por eso,
mientras pueda moverme, iré tras sus pasos.