La
casa de Lina Jacinta Dueñas Vargas está llena de memorias. Sin embargo,
más allá de las fotografías, de los libros que custodian la almohada
cada noche, prefiere la mesa de la terraza.
Quien contemple el mueble a primera vista tal vez alegue que luce
gastado por el roce del tiempo e, incluso, que no advierte nada
extraordinario en su estructura sencilla. Sin embargo, Lina no olvida
aquel día en que su padre se la trajo de regalo e invitó a varios de los
hijos de sus compañeros de trabajo para que ella, apenas una niña de 12
años, los repasara.
En aquel momento no podía entender por qué consideraba que podía
cumplir tal encargo, pero aquella confianza profunda la impulsó a
descubrir dentro de sí misma que había nacido para el magisterio. Años
después, tras graduarse entre los mejores de su curso, estaba segura de
ese camino. No obstante, para que jamás se desvirtuaran sus pasos, lejos
de escoger centros urbanos donde ejercer la pedagogía, su padre
insistió en que trabajara en una escuelita rural de la finca
Sacapiedras, próxima a Pedroso.
En esos predios abrazó la humildad conoció la gratitud de los
alumnos, alfabetizó y llegó a sentirse parte de las familias que la
acogieron como a una hija.
Cada vez que regresaba a casa, iba corriendo hacia la mesa y pasaba
las horas leyendo, escribiendo poemas, intentando dominar aún más el
Español… ¡Cuántas madrugadas la sorprendieron rendida entre libretas y
plumas en el intento de no apartarse de la educación a pesar de que la
enfermedad de su madre le entristeció el alma durante dos décadas!
Sin embargo, lejos de renunciar, decidió impartir clases en horario
nocturno y, si por algún motivo no podía acercarse a la facultad, el
grupo de estudiantes tenía las puertas de su hogar abiertas para
continuar la lección.
De esa forma la estructura de madera fue envejeciendo junto a Lina al
compás de las generaciones que llegaron ávidos de aprender y asistieron
al milagro de ver cómo la profe multiplicaba el conocimiento hasta
saciar sus ansias. Allí defendió la belleza del lenguaje, se ganó el
respeto con su expresión pausada y tierna, motivó a su hijo Lázaro a
convertirse en un profesional y desterró los nervios de cientos de
estudiantes la noche anterior a la prueba.
Por eso a sus 76 años, cuando alguien se acerca y le pregunta por su
recuerdo más preciado, de inmediato dirige una mirada hacia el mueble
que permanece regio en la terraza. Después, con total seguridad responde
“pueden llevárselo todo, solo déjenme esa mesa como testigo de que hice
mío el anhelo de mi padre y ayudé a otros a encauzar sus sueños”.
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