Cuando se escuchó mi primer llanto en la casa, cuenta mamá que la
familia pasó junto a la cuna para contemplarme y establecer parecidos.
Al final, para mi orgullo, todos concordaron que yo era copia fiel de mi
padre.
Aquel sería el preludio de una niñez privilegiadapor los
cuentos de mi bisabuelo, que tenía la virtud de trasladar su sillón
hacia la cueva de Alí Babá y los cuarenta ladrones, o simplemente decía
haber conocido a una anciana con un colmillo largo que asustaba a los
niños, pero tenía un alma buena y terminó por ganarse su amistad.
Crecí
en medio de una familia numerosa donde cada mediodía nos sorprendía en
la sala de la bisabuela, que sabía de memoria todas las canciones de su
infancia y yo intentaba aprenderlas mientras le peinaba las canas a mi
abuelo al ritmo de “Arroz con leche/se quiere casar”…
Recuerdo los
libros abiertos sobre la cama, a mi madre interpretando las voces de
los personajes y aquellos almuerzos donde reía hasta el cansancio porque
mi abuela materna me contaba las travesuras de tío cuando era chiquito.
Cómo
olvidar esos ratos en que los primos, los amigos del barrio, jugábamos a
las escondidas y terminaba contando, porque siempre me atrapaban antes
de tocar “madrina”.
Aquellos tiempos donde un par de tacones, una
saya de colores y un creyón, eran perfectos para ser “grande” por unos
instantes, y después volvía de nuevo a convertirme en la pequeña ansiosa
por descubrir por qué los arcoíris tienen siete colores, por qué si
levanto las manos no puedo tocar la luna, o por qué desde esa mañana en
que hubo mucha gente en la casa, el bisabuelo no volvió a sentarse en el
sillón para contarme historias.
Esos días donde con tan solo unos
retazos de tela, abuela Candita me hacía un vestido de princesa y me
decía que tenía que ser fuerte, decidida y valiente.
Cómo olvidar
los primeros trazos, la voz de la maestra mostrándome la forma de
recortar las figuras, el primer matutino frente a toda la escuela donde
parecía que iba a olvidar por completo el poema, pero respiré profundo y
recité todos los versos.
Me acerco al espejo y ya no encuentro
esas piernas cortas que me hacían ver el mundo más grande a mi
alrededor, ni esa sonrisa llena de inocencia que no sabía de
preocupaciones, ni melancolías. Sin embargo, me resisto a no creer que
detrás de esos ojos grandes, habite, como testigo de tanta felicidad, la
niña de ayer.
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