Recuerdo
aquel septiembre cuando mis padres me despidieron con lágrimas en los
ojos tras el cristal de la guagua. “La niña de la casa”, esa que nunca
había estado becada, ni acostumbraba a dejar el hogar por tantos días
iniciaría una nueva vida como estudiante en la ciudad.
Así
comenzó el trayecto y después de más de una hora divisamos los
edificios de la nueva escuela. Llegamos de noche, las luces y la
multitud de estudiantes entrando me causaron cierto nerviosismo que tuve
que dejar en cada escalón para subir con el maletín a cuestas y
encontrar el albergue. Entonces comprendí que había llegado la hora de
ser independiente.
Allí estaba la guajirita de Pedro Betancourt, entre tantos jóvenes de todos los municipios de la provincia con costumbres diferentes, estilos propios… Después de transitar las escaleras con la llave de la taquilla colgada al cuello, trataba de recordar todos los consejos: “ no dejes nada regado”, “abrígate si hace frío en las noches”, “no descuides los estudios”, “ aliméntate que para pensar hay que comer”… y tantas otras sugerencias que hasta había olvidado con la emoción de ver el albergue.
Allí
estaba la litera, presagio de los lazos que la convivencia impone
cuando se comparte la vida diaria en una beca. La primera noche apenas
dormimos, la curiosidad de saber los nombres, el nuevo colchón al que
había que adaptarse, pudieron más que las voces de los profesores que
llamaban al silencio de las muchachitas de cada cubículo.
A
la mañana siguiente comenzarían las colas en los baños, la rotación de
la cuartelería donde nadie escapaba a la limpieza supervisada por Roly,
el internado. Cómo olvidar el primer desayuno en el comedor y el
matutino inicial en el anfiteatro, donde tuve la certeza de que aquella
etapa en el Instituto Preuniversitario de Ciencias Exactas de Matanzas
IPVCE Carlos Marx sería inolvidable.
Todos
los amigos de mi pueblo fueron ubicados en aulas diferentes a la mía.
Allí estaba yo, sentada en una de las mesas del grupo cuatro, mientras
Renier Betancourt (el químico), nos anunciaba que sería nuestro guía
durante los tres años donde se transformó en más que un profesor, en un
padre para todos.
Ayer
el IPVCE cumplió un aniversario más y no puedo evitar que los recuerdos
del primer día asalten mi memoria. Cuando busco aquellas imágenes no
aparece una escena donde fluyeran las lágrimas, solo alegrías, tal vez
por eso siempre termino llorando cada vez que he vuelto a visitar la
escuela.
Allí
están los pasillos donde la madrugada nos sorprendía estudiando para la
prueba de Matemática o de Biología, o simplemente luchando contra el
sueño en medio de las guardias. Las piscinas que jamás vimos con agua,
la cafetería, el comedor en el que hicimos autoservicio o adornamos en
un operativo especial por el 14 de febrero.
No puedo evitar sentir nostalgia al saber que el tiempo no permite volver hacia aquellas aulas para volver a reír ante las locuras de Lester, Titico, Julio, Ángel, y compartir las tristezas y triunfos con Ariadna, Maybel y Lilliana y tantas otras amigas que se convirtieron en mis hermanas.
Me gustaría regresar para ver a Alfredo vivo, lejano de aquel fatídico accidente que apagaría su voz tiempo después de egresar del IPVCE. ¡Cuánto daría por estar todos juntos de nuevo en la educación física bajo la tutela del profe Sixto, o contemplar cómo el profe Guillén se colocaba su traje cada vez que había exámen de Química.
Los amores primeros, las lecturas en la biblioteca, las ruedas de casino, la fuga hacia el río que nunca me atreví a emprender, la búsqueda de agua en las casitas donde de pronto alguien gritaba que el profe Oviedo venía y se formaba el “corre corre”…
Aún guardo en la casa la camisa azul, firmada por tintas diferentes en la última semana de duodécimo grado, un pétalo de la flor que nos regalaron en la graduación y todas las postales que en cada cumpleaños recibí como sorpresa al despertar en el albergue. Y es que aunque ha pasado el tiempo, aunque los años de universidad llegaron después y ahora dos años me separan de la etapa estudiantil, le debo al IPVCE una parte importante de mi vida, instantes donde crecí en conocimiento y espíritu y descubrí que formar parte de la historia de la escuela, es un signo que no pueden eludir las generaciones que se forman en ella porque las distingue más allá del tiempo y la distancia.
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