De
vez en cuando, el sábado por la mañana, cuando recorría el parque de Pedro
Betancourt, me gustaba buscar entre los niños inquietos y la gente apurada en
su ir y venir, el rostro de Tomasita.
Sentada
en un banco, con su “carrito”, como le llama al andador que sirve de sostén a
su paso gastado por el roce del tiempo, siempre tenía una historia guardada entre
las canas.
Hace
varios meses que no puede visitar el parque, pero ello no impide que se siente
en el portal de su casa, frente a la línea del ferrocarril, a contemplar un
fragmento del pueblo al que llegó en 1949.
A
veces, habla con nostalgia de la finca Unión de Fernández, cerca del poblado de
Agramontes, sitio donde nació en 1915, siendo la penúltima de siete hermanos.
“Tiene
la memoria mejor que yo”, me comenta su hija, mientras Tomasa añade que para
resistir el peso de los años es preciso alimentarse bien: “para mí no hay
comida mala, ah eso sí, tengo mis preferencias, porque un buen arroz con leche
no lo cambio por nada”.
Recorrer
varias provincias de Cuba con un grupo de amigas a los 81 años, incorporarse
durante cinco años al grupo de abuelas que realizan ejercicios, ser la primera
en asistir a los guateques y los bailes en el Liceo, forman parte de sus peripecias
pues está convencida de que la longevidad es un privilegio cuando uno descubre
el secreto de mantener el espíritu joven.
Despacio,
abre una cartera que guarda con cuidado y me muestra la fotografía de su esposo
Amado, con la picardía de las adolescentes que suspiran ante el primer amor. “Fue
un compañero maravilloso, soy dichosa por haberlo tenido a mi lado tantos años
y formar juntos una familia”.
Acompañada
por su hija se aproxima al portal, no sin antes peinarse y colocarse el abrigo
nuevo. Entonces, toma mi mano, dice que en los próximos días quiere montar en
un bicitaxi para recorrer nuevamente las calles principales de Pedro
Betancourt, y me susurra con total seguridad, “mi vida ha sido un siglo feliz”.
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