¡Y si después de tantas
palabras,
no sobrevive la palabra!
no sobrevive la palabra!
César Vallejo
Otra vez frente a la página en blanco. Siempre desafiante,
juzgando cada palabra que asoma su rostro, como una duda abierta sobre el
teclado.
Entre tantos pensamientos hablando a la vez, suele ser
difícil escoger un rumbo definitivo. Y otra vez se impone el riesgo del
discurso fácil, las palabras que todos quieren oír y que de tanto usarse se
convierten en un eco vacío, en un golpe de hastío y silencio a la memoria.
Vuelven las cifras agobiantes, la escritura por encargo que somete
a la imaginación a una carrera contra reloj, que muchas veces termina con la
tranquilidad de la meta y la inconformidad de que pudo haber sido mejor.
Me imagino a la orilla del mar, con el aire deshojando un
cuaderno de notas y la poesía naciendo en el tibio alumbramiento de una
estrofa. Imagino el último verso de un poema que aún no he escrito, y que tal
vez no escribiré nunca, pero saber que puede existir me mantiene viva.
Pienso en la lectura de un libro de Vallejo, de Dulce María
Loynaz, en medio de una guagua donde la gente habla de la pelota y los precios
del tomate y no puedo oírlos, porque pertenezco a estas líneas:
Al
despertar
uno
se vuelve
al
que era
al que tiene
el nombre con que nos llaman,
al despertar
uno se vuelve
seguro,
sin pérdida,
al uno mismo
al uno solo
al que tiene
el nombre con que nos llaman,
al despertar
uno se vuelve
seguro,
sin pérdida,
al uno mismo
al uno solo
(…)
El teléfono
vuelve a sonar, de nuevo una voz repitiendo que me queda poco tiempo para
tachar los compromisos de la agenda. Cuelgo y vuelvo al teclado, la máquina
encendida y los espejuelos que pesan más sobre los ojos a medida que avanza el
día.
Ahora las cifras,
los encargos, ya no me parecen tan tediosos. No hay nada mejor que unos
segundos para soñar con sílabas libres de guiones previos, para hacer diferente
lo que la rutina puede convertir en igual, para lograr al fin, que sobreviva la
palabra.
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