¡Aprobaste las pruebas de aptitud de Periodismo!La noticia me llegó en medio de la plaza de la vocacional Carlos Marx
y apenas podía creerlo. En aquellos días soñar con el futuro era el
tema de conversación principal y por supuesto que no faltaban las
suposiciones en torno a la vida universitaria que como todo paso
implicaba cambios: ser más independiente, dejar atrás el uniforme,
olvidar la costumbre semanal de los matutinos y esforzarse en el estudio
para no conocer de cerca los temidos mundiales.
Lo
cierto es que el primer día en la Universidad de Matanzas fue una
experiencia diferente a todos los pronósticos. Al principio todo me
parecía enorme (tanto que varias veces anduve perdida tratando de
encontrar la biblioteca o el aula cuando nos cambiaban de edificio por
alguna eventualidad). No fue fácil ceder espacio a lo nuevo con el alma
llena de tantos buenos recuerdos y la nostalgia por los amigos del
preuniversitario…
Así,
llegaron los primeros turnos, las presentaciones habituales de los
compañeros de aula donde estábamos “las cinco mosqueteras” que
compartiríamos desde aquel instante cinco años en la misma beca.
Después,
amar la vida universitaria fue solo cuestión de tiempo. Cuando recuerdo
mi paso por ella pienso cuánto hubiese perdido si no hubiese conocido a
Marle, mejor dicho, la gorda, y sus ocurrencias, su voluntad a prueba
de tristezas y dificultades; o a Wendy, el terror de Cuco Juanchito (la
lagartija más asidua del cuarto), que me enseñó a colocar en una balanza
mis problemas antes de tomar una decisión y más de una vez supo
escucharme con paciencia. Y cómo olvidar a Yadira, con sus dotes para
recitar las canciones de reguetón cual si fuesen poemas de Nicolás
Guillén y aquella panetela que tuvo que preparar de nuevo porque la
primera se carbonizó y faltaban solo unas horas para mi cumpleaños, a
ella le debo más de una sonrisa y la gratitud por estar a mi lado
siempre.
Y
por supuesto no podía faltar Duny, la flaca, con su imaginación capaz
de transportarnos a todos en un dirigible hacia el cielo o de hacernos
llorar con una de sus crónicas. De ella recibí la bondad y la
sinceridad, y esa capacidad de ser cada vez más fuerte aunque los
vientos de la vida arreciaran.
Ese
era mi grupo, el de las locuras de Yadiel el flaco (que nos puso el
apodo de pelus (o sea ¡pelúasss!), el de Isita y Yanet, toda ternura; el
de Genma, Katy, Yunielis y Nailys que amó desde el vientre a su
pequeña Camila; y el de Dariel con sus intervenciones y curiosidades en
cada seminario.
Cómo
olvidar a los que comenzaron junto a nosotros el sueño universitario en
Matanzas, pero eligieron después senderos diferentes: María Isabel,
Mariana, Carmen Iris, Yaismel, Alberto.
Y
por supuesto he dejado para último a Jeidita, esa muchachita que se
quitaba rápidamente los lentes cuando en broma queríamos culparla de
algo y decíamos: “fue la de los espejuelitos”. Juntas compartimos
desvelos y preocupaciones, horas de estudio donde a veces terminábamos
peleando por el estrés y después nos disputábamos ser la primera en
dejar un papelito de disculpas en algún sitio del closet de la otra. Así
fue como encontré una hermana en la universidad y, cuando la observo
sentada a mi lado en la redacción de la Editora Girón, muchas veces
sonrío en silencio porque tal vez nadie imagine cuán dichosas somos de
compartir una amistad que se renueva cada mañana.
Esos
son mis mejores recuerdos de la Universidad, el entusiasmo del grupo,
el viaje al Pico Turquino (donde por supuesto me quedé en el kilómetro
tres del camino hacia la cima), el estudio constante y esa rara
costumbre de hacer todas las tareas e incluso recordarle a los
profesores que las revisaran; las jornadas científicas, la participación
en los festivales de artistas aficionados de la Feu o en cualquier
actividad donde, al estar en el escenario, podía escuchar el coro de: ¡Te
queremos Lianette!.
Los
días junto al profe Marcelino que nos enseñó deporte y cómo se combina
la ética profesional con la dulzura y el carisma; las clases de locución
junto a Esquivel; los turnos de Filosofía junto a Fela donde lo
principal era la “Concatenación”; los profes Juan Carlos, Omaida que
nos enseñaron a amar de verdad la historia, además de Yirmara, Daymette,
Barbarita, Odalys y tantos otros que siempre creyeron en
nosotros.
El
tiempo ha transcurrido y aún me estremezco cuando llega septiembre y
constato que ya no debo volver al aula. Los amigos de la Universidad han
tomado su rumbo, algunos más cerca, otros distantes, pero a todos nos
siguen uniendo los recuerdos, el privilegio de habernos graduado en el
mismo centro, la gratitud por haber sido formados como profesionales, y
la satisfacción de que cuando nos encontramos parece que el tiempo no ha
transcurrido y somos los mismos jóvenes que ascienden de nuevo al
dirigible de Duny para, más allá de las preocupaciones y la distancia,
soñar con tocar el cielo.
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