Los
restos del abuelo no llevaban ni una semana en la sepultura y los parientes
iniciaron una contienda cuyo vencedor sería aquel que lograra quedarse con la
casa y los bienes del anciano.
Abogados,
protestas, reiteradas discusiones…, fueron las consecuencias de un proceso
degradante que laceró los lazos familiares.
Una
vez más el interés material se adentraba poco a poco en los hogares para
relegar los sentimientos a un segundo plano.
“Si
no tienes la cartera llena, no eres nadie”, comentan algunos con tono
desenfadado y no puedo evitar que la tristeza me embargue al contemplar a esos,
que tienen demasiado por fuera y por dentro están llenos de carencias
espirituales.
Por
supuesto, no es erróneo aspirar a comodidades, y resulta digno trabajar y
esforzarse por mejorar las condiciones, alcanzar metas. La realidad es que coexistimos
en medio de una difícil coyuntura económica donde el salario medio no es suficiente
y la pirámide social se encuentra invertida; mientras somos asediados
constantemente por patrones que incitan al consumo y proclaman sin cesar:
“mientras más tienes, más vales”.
Sin
embargo, constituye una actitud deplorable convertir al dinero en el centro de
la vida, de modo que se renuncie a los valores y principios.
Cuánta
decepción produce ver que los “socios” presentes cuando la mesa lucía
rebosante, se esfuman en tiempos difíciles. En esos instantes, la soledad demuestra
que el dinero no asegura una amistad incondicional.
Causa
tristeza constatar cómo existen jóvenes que se pierden la experiencia del amor
verdadero, por vender sus cuerpos en relaciones informales a las cuales pueden
“sacarles partido”. Y qué decir de quienes abandonan a los padres en la enfermedad
y se marchan a otros rumbos asegurando: “no te faltará nada”, sin percatarse de
que los privan de lo más importante.
Ser esclavo
de las apariencias no debe ser fácil, sobre todo cuando se vuelve una actitud
enfermiza y suscita complejos: “Si no tengo un par de zapatillas de marca no
voy a la graduación”; “Si a la vecina le celebraron los quince, yo se los
celebro a mi hija cueste lo que cueste, ella no puede ser menos que los demás”…
Es un
espectáculo constatar las sonrisas fingidas que se agolpan en la puerta si el
hogar huele a visita extranjera, y esos que durante todo el año ni siquiera
alzan la mirada para decir buenos días, ahora derrochan amabilidad.
Por otra
parte, no puede obviarse los riesgos que entraña acaparar fortunas cuando la
corrupción está implicada y ciertos individuos comienzan a amontonar billetes
en “burbujas” que un día explotan bajo el peso de la ley.
¿Riquezas?,
no, miserias humanas son estas, surgidas ante el influjo de la codicia que deja
el alma descarnada después de correr en busca de vanidades y perder de vista lo
esencial. Pobres, son los perdidos en un mundo estridente, artificial; seres
que olvidan estremecerse ante un poema y compartir lo poco que tienen, no lo
que les sobra. Pobres, son los que exhiben durante el día el último grito de la
moda y en las noches, las deudas no les permiten conciliar el sueño; pobres,
los que jamás entenderán el significado de la humildad…
Estamos a
mitad de mes. Abro la cartera, está casi vacía. Sin embargo, llego a casa y mi
esposo me recibe con una décima nueva. En la noche, sentados a la mesa con mis
padres, conversamos, recordamos viejos tiempos… reímos. Me siento dichosa de
saber que no todo puede comprarse, y menos, la felicidad.
Así es, Lianet. Desafortunadamente hay personas que solo piensan en las cosas materiales. Al final, puede que logren adquirir muchos bienes de ese tipo, pero difícil que lleguen a conocer la verdadera felicidad. Saludos
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