Por Yeilén Delgado Calvo y Lianet Fundora Armas
La abuela
ve Palmas y cañas, un poco alto porque no oye bien. El nieto quiere cambiar de
canal a ver si encuentra algún dibujo animado. La nieta se queja porque está
aburrida y en la memoria tiene “lo último” en videos musicales. El padre
amenaza con desconectar el televisor de la corriente si todos no se ponen de
acuerdo de una vez. La madre, taciturna en un butacón, sueña con una TV solo
para ella donde mirar seriales policíacos. La tía permanece en el patio, no
lucha por ver la película de Multivisión, prefiere leer un libro y evitar la
batalla campal.
Cambian las
situaciones, la composición, el poder adquisitivo, pero en buena parte de los
hogares cubanos se experimentan los retos de la convivencia intergeneracional.
En la Isla, la
familia se caracteriza, de forma general, por las estrechas relaciones entre
sus integrantes, vivan juntos o no. Comunicación regular, clara definición de
los roles maternales, paternales y filiales, y encuentros sistemáticos son
algunos rasgos fáciles de identificar.
Sin
embargo, la crisis económica que por décadas ha afrontado el país, la poca
capacidad constructiva del Estado y los bajos salarios determinan una
convivencia forzada en el mismo espacio, y no por libre elección como debiera
ser. Así, los nuevos núcleos que surgen por matrimonios o uniones consensuales
se suman a los ya existentes en las viviendas, y no siempre logran coexistir sin
desavenencias.
QUIEN SE CASA Y NO TIENE CASA
“La
convivencia puede resultar complicada porque cada uno se formó o crió en etapas
diferentes, y así son sus visiones. Los jóvenes queremos otras cosas, aspiramos
a más; hoy te casas y tiene dos opciones: vivir con tus padres o con los padres
de ella. Si tienes suerte y los suegros son buenos, entonces no hay problema;
pero si te tocan difíciles, el matrimonio está condenado antes de empezar, al
fin y al cabo es su casa, no la tuya.
“La
cosa se pone más difícil al tener hijos. Cuando la familia es amplia y hay
pocos cuartos se pierde la intimidad y se deteriora todo”, comenta el ingeniero Etian Menencia García.
Raúl Piad, también joven profesional, cree que compartir el hogar afecta
la dinámica social dentro de este. “Primero se encuentra el choque de
los diferentes puntos de vista, lo cual puede ser positivo o negativo a la hora
de, por ejemplo, tomar una decisión. A veces se producen discusiones por querer
imponer una opinión.
“También se
halla el tema del espacio vital. Algunas casas cubanas ni siquiera son aptas
para todas las edades o no pueden alojar a alguien con dificultad para subir
las escaleras o que necesite un tratamiento especial. Cuando existe un área común,
y varias privadas donde cada uno se desenvuelve más o menos a su antojo no hay
problemas, pero si no… Las
personas se sienten más a gusto cuando pueden reclamar como suyo un pequeño
pedazo de la casa.
“Molesta
que los otros miembros, mayores o no, se opongan a decisiones personales;
aunque esto funciona en ambos sentidos, a veces son los ancianos los tildados
de molestos o no escuchados lo suficiente”, añade Piad.
Tres
generaciones comparten en la vivienda de Gisela M. Varela Cárdenas. Para ella
no resulta extraño que cada quien quiera su espacio y tenga costumbres y
maneras “a veces bien diferentes, sin embargo, se busca el punto medio”.
Desde
una perspectiva sociológica, se hace evidente que este fenómeno se expresa como
multidimensional, y se relaciona con el modo en que desde el seno familiar
cubano –heterogéneo y con prácticas culturales diversas- se establecen
consensos sobre proyectos de vida necesariamente diferentes. Por tanto, resultaría
baldío pretender una explicación totalizadora.
Junto
al problema económico y el habitacional, confluye el envejecimiento poblacional.
Los bajos índices de natalidad en la nación y la postergación de la procreación
conllevan a la convivencia generacional de extremos: entre una parte menor de
30 años y otra mayor de 60. Ese bache implica más dificultades en la
comunicación y en los ritmos de la vida.
Tal
tendencia demográfica puede provocar la mayor responsabilidad de los jóvenes
-que deben asumir el cuidado y manutención de sus ancianos- o un modelo más
paternalista en el que los hijos no se ocupan de encargos hogareños aunque se
encuentren en la vida adulta. Las relaciones se pueden tensar y llenarse de un
contenido asistencial hacia los adultos mayores, o por el contrario, no formar competencias y sí dependencias en
quienes comienzan a vivir.
Resulta
frecuente que donde viven varias personas, solo una o dos se ocupe de las
labores domésticas o de idear el orden y manejo de los espacios comunes; el
resto se limita al aporte económico porque no se siente con derecho de
intervenir, o carece de identificación con un hogar que no forjó y tampoco
puede transformar con libertad.
No
obstante, la obstaculización a la plena realización del proyecto de vida
(personal, profesional) se hace más evidente en el tema de la natalidad.
Apuntan las fuentes documentales que en el país muchas parejas, cuando no
tienen un lugar propio para residir, retrasan o renuncian a los hijos para no
sacrificar la intimidad ni exponer a los futuros descendientes.
De
igual forma, se mellan las relaciones amorosas por la imposibilidad de
establecer rutinas independientes, de llegar a acuerdos con los familiares, o
ejercer la autonomía. Se encuentran con espacios constituidos y solo les queda
tratar de adaptarse.
¿CASA
= HOGAR?
Yanurys
Menéndez Zambrano tiene 43 años y comparte el mismo techo con su madre, hermana
y el hijo mayor que tiene 24, pues su hija decidió vivir con el padre. En la
cotidianidad, las diferencias entre las edades y los intereses muchas veces se
agudizan cuando abuela no comprende por qué el nieto no vino a dormir a casa, o
cuando Yanurys sabe que resulta imposible traer a vivir consigo a su pareja.
No obstante,
si sobrevienen tiempos difíciles, “resolvemos los problemas entre todos y
enfrentamos cada reto juntos”, confiesa Yanurys.
Por su
parte, Virginia Ruiz Reyes y su esposo se sienten dichosos por ser uno de los
pocos matrimonios que desde el inicio logró tener una vivienda propia. Aunque poseen
mayor libertad para la toma de decisiones, en ocasiones no resulta fácil educar
a la vez a un pequeño de cinco años y un adolescente de 17.
Entonces,
¿solo la existencia de un espacio físico puede considerarse la clave para
formar un hogar equilibrado y funcional?
Para
indagar en estas y otras cuestiones Girón
dialogó con un grupo de psicólogos del Departamento de Estudios Socioculturales
y Psicología de la
Universidad de Matanzas. Allí Beatriz Ortet González, Celia
Zaldívar Odio, Tania Tintorer Silva y Yusel Reinaldo Martiatu, expusieron sus
consideraciones.
Según ellos
es posible compartir armónicamente la vida hogareña con independencia del
número de personas que residan en una vivienda. Lo cual se logra con el
comportamiento positivo de algunos aspectos vitales para una buena coexistencia.
Lograr que
la jerarquía esté clara ayuda a delimitar la autoridad y responsabilidad de
cada uno en la toma de las decisiones que atañen a la vida de la familia. Cobra
gran significación el estilo de liderazgo que predomine, así como la flexibilidad
en el ejercicio del mismo, siempre y cuando las circunstancias lo requieran.
“Si bien el
estilo democrático es el más aplaudido dentro de los modos de dirigir, a veces se
requiere ejercer la autoridad de modo tajante, y otras la permisividad resulta
altamente beneficiosa. Debe prevalecer el respeto entre las diferentes
generaciones y la aceptación de la singularidad de cada individuo”, afirman los
especialistas.
La buena
conducción de la jerarquía familiar favorece el desempeño adecuado de los diferentes
roles. Porque si cada miembro del grupo familiar cumple con el rol que le
corresponde, no habrá posibilidad de sobrecarga en ninguna persona del hogar.
Otros
factores calificados por estos psicólogos como potenciadores de una buena
convivencia son el establecimiento de reglas y límites precisos para todos, y
lograr que la comunicación clara exprese afectos positivos y permita confesar
inconformidades, desacuerdos o sentimientos negativos sin carácter violento ni
destructivo.
“Las
personas creen que el espacio psicológico depende del espacio físico, y no
siempre es así. Sobran ejemplos de familias que viven en casas espaciosas y
cómodas y no tienen relaciones
armoniosas, o viceversa.
“El espacio
psicológico depende del amor, el respeto a las ideas, sentimientos y
problemáticas de los demás; lo realmente importante para rescatar aspectos
comunes y crear una identidad familiar que los mantenga unidos y felices.
“Podemos
lograr que nuestra cotidianidad refleje el amor que sentimos por nuestra
familia, y no solo esperar a demostrarlo en fechas significativas. La unidad se
puede alcanzar en todos los momentos: la elaboración de una comida, mientras se
hace la limpieza, o cuando se prepara y disfruta de una fiesta”, afirma la licenciada
Beatriz Ortet.
La interacción entre generaciones no posee en
sí misma un signo negativo, puede ser enriquecedora en el aspecto emocional y
educativo. La imposibilidad de edificar un abrigo propio, según los gustos y
requerimientos personales, pone al límite esas relaciones y las llena de
tensión, desencuentros y frustraciones, sobre todo si se falla al utilizar
herramientas para la convivencia sana. Los grupos más vulnerables son los
ancianos, las mujeres y los niños, que sufren sobrecargas, incomprensiones o
irrespeto a la intimidad y el derecho a decidir.
Se precisan más construcciones, que las
personas puedan soñar y lograr un lugar para habitar. A pesar de ello, la
concordia familiar depende en última instancia de los lazos que se sepan crear.
Como esclarecen los especialistas, “no siempre el que se casa tiene casa, pero
siempre puede formar un hogar”.
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