¡Es
la copia de su padre!- determinó mi abuela desde que me observó por
primera vez en el cunero y en aquel momento nadie creyó que fuese
cierto.
El
tiempo se encargó de demostrar que no solo soy alta igual a papá, sino
que compartimos juntos la afición por los episodios de Elpidio Valdés,
los dulces y los libros de aventuras.A ambos nos gusta rimar palabras,
hasta que los versos se asomen a la pluma y despierte la poesía.
Desde
que era niña supe que a su lado nada era imposible. Junto a él aprendí a
nadar, hice los primeros intentos por montar bicicleta y en los
instantes dondefue necesario acudir al médico, con solo apretar su mano,
desaparecía el miedo al dolor.
Dice
mi madre que a los dos se nos nota igual la angustia en la mirada, que
el ritmo de nuestros pasos es idéntico, que nunca decimos no si alguien
necesita de nosotros, y que reímos hasta el cansancio cuando nos hacen
cosquillas.
Entonces,pienso
cuánto me gustaría igualar también su fuerza que sostiene a la
familia,haciendo milagros para alargar el día, desdoblándose entre el
trabajo, la casa y los viajes de madrugada,para librar a mi abuela de
todos los quehaceres y verla sana, feliz.
Pienso
en cada instante crucial de mi existencia y en ninguna escena papá ha
estado distante. A cada minuto me ha transmitido su sencillez, su
imaginación sin límites, el impulso de defender mis esencias.
Papá
está en la cocina empeñado en hacer un dulce de coco para ser él quien
sorprenda a mami. Desde la mesa lo observo con detenimiento. Sus ojos,
su nariz, su sonrisa, sus labios. Cada detalle de su rostro me recuerda
al mío. Qué alegría saber que mi abuela no se equivocó: me parezco mucho
a mi padre, y ese es mi mayor orgullo.
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