jueves, 27 de abril de 2017

Ciro Redondo y la lluvia que nos regresa al Che

Ciro Redondo y la lluvia que nos regresa al Che

Amanece y la lluvia se desliza entre la ceiba que custodia la plaza de Ciro Redondo para humedecer hasta el último de los recuerdos. Las gotas desafían las cortinas de sus ramas y se escurren hasta las manos de Pedro Camilo Troche Lorenzo, Otémero Meriño Perdomo y Oscar Álvarez Rodríguez. Entonces, de la piel curtida desaparecen las cicatrices. El ruido de la fábrica se vuelve silencio y las viviendas del poblado regresan a sus cimientos.

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Cerca de la ceiba, se levanta poco a poco la casa colonial y 165 hombres desandan el portal, contemplan el terreno… El viaje ha sido largo desde La Habana y, al fin, están en los predios de la antigua finca María Luisa en el municipio de Jovellanos.

Dijeron adiós a la escuela Camilo Cienfuegos, allá en la fortaleza del Morro, donde estos combatientes de la Sierra y el Escambray recibieron educación tras concluir la guerra. Fue en ese lugar donde presenciaron la visita de Ernesto Guevara quien les propuso marchar hacia la provincia de Matanzas. El propósito era fundar una unidad experimental en la cual las labores de autoabastecimiento serían la base para realizar investigaciones en los sectores agrícola y pecuario.

La finquita se llamaría Ciro Redondo, en honor al valiente capitán rebelde que pereciera en la invasión hacia occidente.

Es 11 de enero de 1962 y ahora comprenden la certeza de lo expresado por Guevara: “quienes se decidan a ir deben saber que será tan duro como la guerra”.


Tendrían que comer aquello que fuesen capaces de producir y criar, habría espacio para el estudio y una vez concluida la faena diaria, les esperaban horas de trabajo voluntario a fin de construir sus propias viviendas para reunirse nuevamente con los familiares que habían dejado en el otro extremo de la Isla.

No obstante, confiaban en el conocimiento del ingeniero Guillermo Cid, el “científico de manos callosas”, como lo catalogara el Che, pues conocía bien cómo extraerle los mejores frutos a aquellos terrenos.

Guillermo Cid

Transcurrieron casi seis meses durmiendo en el suelo, algunos en el piso de la casa colonial; otros, bajo la ceiba, o en el interior de una pequeña cueva.

los primeros edificios en levantarse fueron el laboratorio y  la escuela. Desde ese momento el licenciado Raúl Arteche, que había venido de la Universidad de La Habana, se encargó de la superación. Más adelante aparecieron la cocina comedor, el albergue, el almacén, la nave para el depósito de la producción, la fábrica de embutidos, de hielo, de vinos, quesos y aceites, la perfumería, el taller de maquinaria, la carpintería, la casita de las milicias y una cantina.

escuela

De igual forma, mejoraron la vaquería María Luisa, se crearon tres naves pequeñas para la crianza de pollo, se construyó la vaquería Satélite y se acondicionó una pista de aterrizaje que utilizaría el Che para sus constantes visitas en las cuales compartía las labores y hablaba de la importancia de forjar el hombre nuevo.

“Aunque viniera con su mujer y sus hijos dormía en el albergue. No quiso ningún tipo de privilegios. Una vez llegó a la cocina  después de que terminamos de comer arroz con frijoles carita y revoltillo y, cuando el cocinero le trajo una bandeja con carne, la llevó para adentro, pidió el mismo menú que nos habían dado y mandó a trabajar en la agricultura al cocinero por guataca”, comenta Álvarez a sus compañeros que no pueden evitar sonreír.

La esposa e hijos del Che visitaron en varias ocasiones la unidad experimental

En disímiles momentos lo vieron “volteando todo el lugar” sobre el caballo del antiguo dueño de la finca, el cual conseguía domar a pesar de su fama de genioso. El mismo Troche vio cuando uno de los de la tropa le dijo: “ustedes tienen tanta bulla con ese caballo y yo soy capaz de montarme y darle dos cuartazos. El Che se apeó y le contestó:- así que eres buen jinete, pues ven-. Aquel hombre montó, le dio dos cuerazos y de inmediato el animal salió corriendo solo dejándolo tendido en medio del cañaveral”.

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Sobre su montura el comandante recorría la comunidad que había ido creciendo poco a poco. Y había que estudiar, afirma Meriño quien describe el momento en que el Che se acercó al negrito apodado “Terraplén”, le preguntó cuál era su nivel de escolaridad y cuando este le dijo que era analfabeto, se disgustó mucho y el muchacho comenzó a llorar. Entonces, le puso la mano sobre el hombro, sacó un bolígrafo del bolsillo y le orientó al maestro Arteche -cuando aprenda a leer y escribir se la regalas en mi nombre-. Óigame, había que ver a Terraplén. Después de eso andaba con los libros para arriba y para abajo, se ganó la pluma y ¡mira que vino gente de todas partes a comprársela!, pero nunca la vendió”.

Ha llegado el 29 de marzo de 1965 y el Che arriba a la unidad agrobotánica experimental con el deseo de almorzar junto a los combatientes. De inmediato se colocan las mesas en la nave de cosecha. Las horas transcurren reviviendo pasajes revolucionarios, las columnas guerrilleras, las hazañas, las vivencias junto a Camilo, Almeida, Raúl, Fidel…

Al llegar el instante de regresar a La Habana, Álvarez ajusta todo para aprovechar el viaje y retornar a su hogar en Bauta, como lo hacía quincenalmente. Antes de ascender a la avioneta, el Che vuelve el rostro hacia el grupo reunido e indica: “siembren la pista de Pangola”.

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La orden suscita el desconcierto pues hacerla había costado largas horas de esfuerzo. “¿Será que el comandante bebió demás”, piensan algunos.

 Semanas después recibieron la noticia de que el guerrillero heroico, había marchado a Bolivia para seguir su vocación internacionalista y comprendieron que aquella había sido la despedida.
Ha dejado de llover. Pedro Camilo Troche Lorenzo, Otémero Meriño Perdomo y Oscar Álvarez Rodríguez contemplan los primeros rayos del sol que se escurren entre la ceiba borrando las gotas de agua. Poco a poco sus manos se secan y reaparecen las huellas dejadas por 79, 86 y 82 años.

Las fábricas de aceite, hielo, de vinos, quesos, la perfumería y el laboratorio ya no están. En medio de aquel sitio la Unidad Empresarial de Base Ciro Redondo funge como único refugio para la historia mientras las paredes de las viviendas se alzan como testigos del ayer.

A lo lejos se aprecia la estructura de lo que un día fue el albergue y la escuela que ya no guarda pupitres ni pizarras. Mientras, una sala de historia muestra el rostro risueño del ingeniero Guillermo Cid, la boda del hijo del  maestro Arteche y tantos combatientes que ya no están.

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Próximo a ella, se abre un sendero donde una señal indica dónde está enterrado el caballo impetuoso, dominado por el comandante.

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El portal de la antigua casona es sustituido por una plaza a la que se aproximan Troche y Meriño. Allí comparten memorias y no se arrepienten de haber venido a estas tierras.  Por eso cuando la nostalgia los envuelve, o lamentan que hayan desparecido muchas de las obras que ayudaron a construir, se acercan a las piedras que evocan su rostro y la imagen les recuerda cómo los hombres, más allá de dificultades y sacrificios, deben tener la mirada fija en las virtudes más altas.

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*Agradecemos a los especialistas del Museo Municipal Domingo Mujica Carratalá, la Asociación de Combatientes de Jovellanos y a los administrativos de la UEB Ciro Redondo por contribuir con la realización de este trabajo.

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