lunes, 10 de febrero de 2020

El problema nuestro





Apenas arribó el ómnibus comenzó la lucha por el ascenso. Minutos donde se impone claramente “la ley del más fuerte” y los cerebros parecen estar programados para alcanzar la puerta sin que medie la razón.

De repente, en medio de la histeria colectiva, alguien ruega al conductor que intervenga para que una embarazada pueda abordar el vehículo sin ser arrastrada por la muchedumbre: - “Si logra subir, tiene su asiento diferenciado, no puedo hacer más, yo no estoy aquí para buscarme líos”- vociferó el chofer y continuó cobrándoles a quienes colocaban al fin un pie en el primer escalón, tras una batalla campal.

Muchos comentaron su indignación en voz baja, para no ser escuchados por el chofer. Entre la multitud que se aglomeraba, alguien tal vez pensó en cederle su puesto o abrir un espacio para que la joven pasara adelante, pero a fin de cuentas, eso de seguro le traería “inconvenientes” y no estaba para complicaciones.

En efecto, el virus “ese no es mi problema” parece ser altamente infeccioso. La sintomatología se repite en numerosos espacios: la dependienta que despacha un producto, aun sabiendo que la calidad no es la ideal; la recepcionista que alarga la espera mientras le cuenta el último capítulo de la novela turca a su amiga por vía telefónica; el que llega a la cola y “marca” para 20 personas sin importar los que le siguen; o el hombre que vira el rostro hacia el otro lado y se finge dormido para no ver frente a su asiento la mirada de un niño de cinco años y su madre que viajan de pie.

Muchos dirán que las carencias son la causa de su expansión, que “la vida de hoy” es agitada, difícil y es preciso priorizar lo propio y no lo ajeno. Esos, los que no le confieren importancia o temen asumir la responsabilidad de defender lo justo, ya muestran indicios de contagio.

No obstante, aquellos que se encuentran en un estadio más avanzado de la enfermedad son los más preocupantes. De dichos seres se puede escuchar todo tipo de frases: “si está operado y quiere asiento que alquile un carro”; “si no le sirve el zapato que está en exhibición, que no lo compre, yo no voy a estar registrando todo el almacén”; “lo siento mi viejo, sé que lleva más de cuatro horas en la cola pero su tarjetón ya está vencido, venga la semana que viene”.

¡Cuán imprescindible resulta esparcir en estos grupos de individuos el antídoto que contrarreste la exacerbación del egoísmo, que los regrese a su condición de humanos y seres sociales; que su voces recobren la fuerza para no callar cuando se trate de defender la dignidad y el bien!

Para ellos, sería recomendable un tratamiento a largo plazo donde no falten jamás las palabras de Martí, que tienen esa capacidad de ser bálsamo para el alma y espada contra la iniquidad: “No debe empañarse la inteligencia con el olvido de la virtud”; “Es una manera de honrarse, y no la menos generosa, honrar a los demás”; “Ver con calma un crimen, es cometerlo”; “Ha de ser limpia la casa y la conducta”; “Si no tienes valor para sacrificarte, debes tener valor para callarte y no criticar a los que se sacrifican”.

En esta vida, y esta Isla donde caminamos codo a codo y aprendimos de nuestros abuelos que el prójimo es también hermano, no pueden olvidarse la sensibilidad, el amor implícito en un gesto sincero. Sobre los cimientos que fundemos, depende el sostén de un futuro esperanzador. No eludamos ese compromiso que más allá de ser suyo o mío, es nuestro.

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