lunes, 11 de julio de 2016

Memorias de una niña feliz


20160709_162434 Cuando se escuchó mi primer llanto en la casa, cuenta mamá que la familia pasó junto a la cuna para contemplarme y establecer parecidos. Al final, para mi orgullo, todos concordaron que yo era copia fiel de mi padre.

Aquel sería el preludio de una niñez privilegiadapor los cuentos de mi bisabuelo, que tenía la virtud de trasladar su sillón hacia la cueva de Alí Babá y los cuarenta ladrones, o simplemente decía haber conocido a una anciana con un colmillo largo que asustaba a los niños, pero tenía un alma buena y terminó por ganarse su amistad.

Crecí en medio de una familia numerosa donde cada mediodía nos sorprendía en la sala de la bisabuela, que sabía de memoria todas las canciones de su infancia y yo intentaba aprenderlas mientras le peinaba las canas a mi abuelo al ritmo de “Arroz con leche/se quiere casar”…

Recuerdo los libros abiertos sobre la cama, a mi madre interpretando las voces de los personajes y aquellos almuerzos donde reía hasta el cansancio porque mi abuela materna me contaba las travesuras de tío cuando era chiquito.

Cómo olvidar esos ratos en que los primos, los amigos del barrio, jugábamos a las escondidas y terminaba contando, porque siempre me atrapaban antes de tocar “madrina”.

Aquellos tiempos donde un par de tacones, una saya de colores y un creyón, eran perfectos para ser “grande” por unos instantes, y después volvía de nuevo a convertirme en la pequeña ansiosa por descubrir por qué los arcoíris tienen siete colores, por qué si levanto las manos no puedo tocar la luna, o por qué desde esa mañana en que hubo mucha gente en la casa, el bisabuelo no volvió a sentarse en el sillón para contarme historias.

Esos días donde con tan solo unos retazos de tela, abuela Candita me hacía un vestido de princesa y me decía que tenía que ser fuerte, decidida y valiente.

Cómo olvidar los primeros trazos, la voz de la maestra mostrándome la forma de recortar las figuras, el primer matutino frente a toda la escuela donde parecía que iba a olvidar por completo el poema, pero respiré profundo y recité todos los versos.

Me acerco al espejo y ya no encuentro esas piernas cortas que me hacían ver el mundo más grande a mi alrededor, ni esa sonrisa llena de inocencia que no sabía de preocupaciones, ni melancolías. Sin embargo, me resisto a no creer que detrás de esos ojos grandes, habite, como testigo de tanta felicidad, la niña de ayer.

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