jueves, 16 de abril de 2015

Céspedes, el padre de la Patria cubana



 
El domingo 18 de abril de 1819 trajo consigo grandes alegrías para Francisca de Borja López y Ramírez de Aguilar y Don Jesús María de Céspedes y Luque. Allí en la villa de San Salvador de Bayamo en el Oriente de Cuba, nacía el primogénito de aquella unión: Carlos Manuel Perfecto del Carmen Céspedes y del Castillo.

Ese día, la tierra de Cuba, sintió un presagio de luz en su interior, una brisa precursora de nuevos tiempos en los que la libertad cabalgaría sobre el filo del machete.

Transcurrieron los años y aquel pequeño, se convirtió en un hombre de ideas sólidas, un intelectual eminente y sobre todo una figura cuya grandeza habitaba en esa capacidad de renunciar a su posición económica para asumir por fortuna la causa de la Patria.

Céspedes cargó sobre sus hombros la dignidad del pueblo oprimido, levantó los ánimos y echó por tierra los prejuicios para que en la guerra, codo a codo, lucharan todas las razas, credos, procedencias…

Forjó la doctrina y las tradiciones guerreras del pueblo, y como expresara José Martí: “De pie juró la ley de la República el presidente Carlos Manuel de Céspedes, con acentos de entrañable resignación, y el dejo sublime de quien ama a la patria de manera que ante ella depone los que estimó decretos del destino”.

¡Cuánta angustia llevó consigo en el alma ante la certeza de que su hijo estaba condenado a morir!  y sin embargo, en un acto sublime decidió convertirse en el Padre de la Patria.


Y, al final de su existencia terrena, como expresara Eusebio Leal: “revólver en mano, en lugar de tomar el camino de la cuesta del río, entre cuyos lirios solía recrearse, decide internarse en el monte repleto de abrojos y espinas, ascendiendo hasta el peñón. Y allá, desde lo alto de ese risco, se derrumba por el barranco hacia el precipicio. ¿Qué pasó en el último instante? ¿Pudo usar su arma, antes de ser ultimado? Su hijo y sus compañeros habían bajado a un lugar próximo y desde allí escucharon los dos disparos. Ellos solo pudieron encontrar jirones de sus cabellos y ropas, pues el cadáver fue arrastrado entre las piedras por sus victimarios. Si fue la traición o el azar el que guio al Batallón de Cazadores de San Quintín hasta aquel apartado y, al parecer, seguro refugio de la Sierra, poco importa ya en definitiva. Los ignotos perseguidores del hombre del 10 de Octubre eran portadores, sin saberlo, de la corona de laurel para ceñir su frente”.

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