miércoles, 4 de marzo de 2015

Estampa de mujer cenaguera



Sentada frente al mar, junto a su hija, contemplan las fotos antiguas de la abuela: rostro de joven tímida y aquel único vestido reservado para grandes ocasiones. Las olas golpean los riscos y una sorpresa de espuma llega hasta sus pies…
 -No la conociste, ella era toda ternura. Cuando tenía tu edad me traía a este mismo sitio para hilvanar viejas historias. Hablaba de su padre, alma traslúcida entre hornos, desgastando su existencia para obtener centavos escurridizos como el humo que emana del carbón; mientras la esposa, atendía un hogar donde siete manos extendidas reclamaban el mismo pan.

Suspiraba al hablar de su juventud, sin perfumes, ni maquillajes, solo el encanto natural de un cabello largo, nido de orquídeas. Durante nuestros encuentros jamás olvidó el instante en que un alba de letras y números iluminó la Ciénaga y por primera vez, pudo escribir su nombre-.
Los botes arrastran hacia la arena una lluvia de peces, están cada vez más cerca. Ambas contemplan el movimiento de los remos, -¿Sabes?, tú tienes su misma mirada-, le dice a la pequeña y con un gesto indica que puede ir a jugar en la orilla.
A solas, examina las huellas del tiempo sobre la desgastada fotografía y vislumbra su presente: la jornada diaria de llevar a la niña hacia la escuela; mientras en su interior crecen a la vez, angustia, ante la certeza de que en cuarto grado se irá lejos del hogar, y orgullo, porque será dueña de su futuro.
 Entonces, reconoce que ha heredado un espíritu emprendedor y disfruta el derecho de saberse independiente, osada, espontánea.
Se siente dichosa de que todas las mañanas el aroma del café despierte sus sentidos, de reservar espacios para sembrar un árbol y haber contemplado el vuelo de las cotorras, la agilidad de las jutías, la magia de los cangrejos que se extienden como una alfombra sobre la piel del camino.
-¡Isabel, es hora de irnos!, exclama. En los últimos minutos, respira la inmensidad del mar y vuelve a contemplar la imagen de abuela, tan distante del azul que ahora exhibe el cielo. La aprieta contra su pecho, y susurra: “Si pudieras verme, soy una mujer feliz”.

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