jueves, 26 de febrero de 2015

El precio de la felicidad




Los restos del abuelo no llevaban ni una semana en la sepultura y los parientes iniciaron una contienda cuyo vencedor sería aquel que lograra quedarse con la casa y los bienes del anciano.
Abogados, protestas, reiteradas discusiones…, fueron las consecuencias de un proceso degradante que laceró los lazos familiares.

Una vez más el interés material se adentraba poco a poco en los hogares para relegar los sentimientos a un segundo plano.

“Si no tienes la cartera llena, no eres nadie”, comentan algunos con tono desenfadado y no puedo evitar que la tristeza me embargue al contemplar a esos, que tienen demasiado por fuera y por dentro están llenos de carencias espirituales.
Por supuesto, no es erróneo aspirar a comodidades, y resulta digno trabajar y esforzarse por mejorar las condiciones, alcanzar metas. La realidad es que coexistimos en medio de una difícil coyuntura económica donde el salario medio no es suficiente y la pirámide social se encuentra invertida; mientras somos asediados constantemente por patrones que incitan al consumo y proclaman sin cesar: “mientras más tienes, más vales”.
Sin embargo, constituye una actitud deplorable convertir al dinero en el centro de la vida, de modo que se renuncie a los valores y principios.
Cuánta decepción produce ver que los “socios” presentes cuando la mesa lucía rebosante, se esfuman en tiempos difíciles. En esos instantes, la soledad demuestra que el dinero no asegura una amistad incondicional.
Causa tristeza constatar cómo existen jóvenes que se pierden la experiencia del amor verdadero, por vender sus cuerpos en relaciones informales a las cuales pueden “sacarles partido”. Y qué decir de quienes abandonan a los padres en la enfermedad y se marchan a otros rumbos asegurando: “no te faltará nada”, sin percatarse de que los privan de lo más importante.
Ser esclavo de las apariencias no debe ser fácil, sobre todo cuando se vuelve una actitud enfermiza y suscita complejos: “Si no tengo un par de zapatillas de marca no voy a la graduación”; “Si a la vecina le celebraron los quince, yo se los celebro a mi hija cueste lo que cueste, ella no puede ser menos que los demás”…
Es un espectáculo constatar las sonrisas fingidas que se agolpan en la puerta si el hogar huele a visita extranjera, y esos que durante todo el año ni siquiera alzan la mirada para decir buenos días, ahora derrochan amabilidad.
Por otra parte, no puede obviarse los riesgos que entraña acaparar fortunas cuando la corrupción está implicada y ciertos individuos comienzan a amontonar billetes en “burbujas” que un día explotan bajo el peso de la ley.
¿Riquezas?, no, miserias humanas son estas, surgidas ante el influjo de la codicia que deja el alma descarnada después de correr en busca de vanidades y perder de vista lo esencial. Pobres, son los perdidos en un mundo estridente, artificial; seres que olvidan estremecerse ante un poema y compartir lo poco que tienen, no lo que les sobra. Pobres, son los que exhiben durante el día el último grito de la moda y en las noches, las deudas no les permiten conciliar el sueño; pobres, los que jamás entenderán el significado de la humildad…
Estamos a mitad de mes. Abro la cartera, está casi vacía. Sin embargo, llego a casa y mi esposo me recibe con una décima nueva. En la noche, sentados a la mesa con mis padres, conversamos, recordamos viejos tiempos… reímos. Me siento dichosa de saber que no todo puede comprarse, y menos, la felicidad.

1 comentario:

  1. Así es, Lianet. Desafortunadamente hay personas que solo piensan en las cosas materiales. Al final, puede que logren adquirir muchos bienes de ese tipo, pero difícil que lleguen a conocer la verdadera felicidad. Saludos

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