martes, 24 de mayo de 2016

Bajo el mismo techo…

Por Yeilén Delgado Calvo y Lianet Fundora Armas

La abuela ve Palmas y cañas, un poco alto porque no oye bien. El nieto quiere cambiar de canal a ver si encuentra algún dibujo animado. La nieta se queja porque está aburrida y en la memoria tiene “lo último” en videos musicales. El padre amenaza con desconectar el televisor de la corriente si todos no se ponen de acuerdo de una vez. La madre, taciturna en un butacón, sueña con una TV solo para ella donde mirar seriales policíacos. La tía permanece en el patio, no lucha por ver la película de Multivisión, prefiere leer un libro y evitar la batalla campal.
Cambian las situaciones, la composición, el poder adquisitivo, pero en buena parte de los hogares cubanos se experimentan los retos de la convivencia intergeneracional. En la Isla, la familia se caracteriza, de forma general, por las estrechas relaciones entre sus integrantes, vivan juntos o no. Comunicación regular, clara definición de los roles maternales, paternales y filiales, y encuentros sistemáticos son algunos rasgos fáciles de identificar.
Sin embargo, la crisis económica que por décadas ha afrontado el país, la poca capacidad constructiva del Estado y los bajos salarios determinan una convivencia forzada en el mismo espacio, y no por libre elección como debiera ser. Así, los nuevos núcleos que surgen por matrimonios o uniones consensuales se suman a los ya existentes en las viviendas, y no siempre logran coexistir sin desavenencias.
 

QUIEN SE CASA Y NO TIENE CASA
“La convivencia puede resultar complicada porque cada uno se formó o crió en etapas diferentes, y así son sus visiones. Los jóvenes queremos otras cosas, aspiramos a más; hoy te casas y tiene dos opciones: vivir con tus padres o con los padres de ella. Si tienes suerte y los suegros son buenos, entonces no hay problema; pero si te tocan difíciles, el matrimonio está condenado antes de empezar, al fin y al cabo es su casa, no la tuya.
“La cosa se pone más difícil al tener hijos. Cuando la familia es amplia y hay pocos cuartos se pierde la intimidad y se deteriora todo”, comenta el ingeniero Etian Menencia García.
Raúl Piad, también joven profesional, cree que compartir el hogar afecta la dinámica social dentro de este. “Primero se encuentra el choque de los diferentes puntos de vista, lo cual puede ser positivo o negativo a la hora de, por ejemplo, tomar una decisión. A veces se producen discusiones por querer imponer una opinión.
“También se halla el tema del espacio vital. Algunas casas cubanas ni siquiera son aptas para todas las edades o no pueden alojar a alguien con dificultad para subir las escaleras o que necesite un tratamiento especial. Cuando existe un área común, y varias privadas donde cada uno se desenvuelve más o menos a su antojo no hay problemas, pero si no… Las personas se sienten más a gusto cuando pueden reclamar como suyo un pequeño pedazo de la casa.
“Molesta que los otros miembros, mayores o no, se opongan a decisiones personales; aunque esto funciona en ambos sentidos, a veces son los ancianos los tildados de molestos o no escuchados lo suficiente”, añade Piad.
Tres generaciones comparten en la vivienda de Gisela M. Varela Cárdenas. Para ella no resulta extraño que cada quien quiera su espacio y tenga costumbres y maneras “a veces bien diferentes, sin embargo, se busca el punto medio”.
Desde una perspectiva sociológica, se hace evidente que este fenómeno se expresa como multidimensional, y se relaciona con el modo en que desde el seno familiar cubano –heterogéneo y con prácticas culturales diversas- se establecen consensos sobre proyectos de vida necesariamente diferentes. Por tanto, resultaría baldío pretender una explicación totalizadora.
Junto al problema económico y el habitacional, confluye el envejecimiento poblacional. Los bajos índices de natalidad en la nación y la postergación de la procreación conllevan a la convivencia generacional de extremos: entre una parte menor de 30 años y otra mayor de 60. Ese bache implica más dificultades en la comunicación y en los ritmos de la vida.
Tal tendencia demográfica puede provocar la mayor responsabilidad de los jóvenes -que deben asumir el cuidado y manutención de sus ancianos- o un modelo más paternalista en el que los hijos no se ocupan de encargos hogareños aunque se encuentren en la vida adulta. Las relaciones se pueden tensar y llenarse de un contenido asistencial hacia los adultos mayores, o por el contrario,  no formar competencias y sí dependencias en quienes comienzan a vivir.
Resulta frecuente que donde viven varias personas, solo una o dos se ocupe de las labores domésticas o de idear el orden y manejo de los espacios comunes; el resto se limita al aporte económico porque no se siente con derecho de intervenir, o carece de identificación con un hogar que no forjó y tampoco puede transformar con libertad.
No obstante, la obstaculización a la plena realización del proyecto de vida (personal, profesional) se hace más evidente en el tema de la natalidad. Apuntan las fuentes documentales que en el país muchas parejas, cuando no tienen un lugar propio para residir, retrasan o renuncian a los hijos para no sacrificar la intimidad ni exponer a los futuros descendientes.
De igual forma, se mellan las relaciones amorosas por la imposibilidad de establecer rutinas independientes, de llegar a acuerdos con los familiares, o ejercer la autonomía. Se encuentran con espacios constituidos y solo les queda tratar de adaptarse.
                                                        ¿CASA = HOGAR?
Yanurys Menéndez Zambrano tiene 43 años y comparte el mismo techo con su madre, hermana y el hijo mayor que tiene 24, pues su hija decidió vivir con el padre. En la cotidianidad, las diferencias entre las edades y los intereses muchas veces se agudizan cuando abuela no comprende por qué el nieto no vino a dormir a casa, o cuando Yanurys sabe que resulta imposible traer a vivir consigo a su pareja.
No obstante, si sobrevienen tiempos difíciles, “resolvemos los problemas entre todos y enfrentamos cada reto juntos”, confiesa Yanurys.
Por su parte, Virginia Ruiz Reyes y su esposo se sienten dichosos por ser uno de los pocos matrimonios que desde el inicio logró tener una vivienda propia. Aunque poseen mayor libertad para la toma de decisiones, en ocasiones no resulta fácil educar a la vez a un pequeño de cinco años y un adolescente de 17.
Entonces, ¿solo la existencia de un espacio físico puede considerarse la clave para formar un hogar equilibrado y funcional?
Para indagar en estas y otras cuestiones Girón dialogó con un grupo de psicólogos del Departamento de Estudios Socioculturales y Psicología de la Universidad de Matanzas. Allí Beatriz Ortet González, Celia Zaldívar Odio, Tania Tintorer Silva y Yusel Reinaldo Martiatu, expusieron sus consideraciones.  
 
Según ellos es posible compartir armónicamente la vida hogareña con independencia del número de personas que residan en una vivienda. Lo cual se logra con el comportamiento positivo de algunos aspectos vitales para una buena coexistencia.
Lograr que la jerarquía esté clara ayuda a delimitar la autoridad y responsabilidad de cada uno en la toma de las decisiones que atañen a la vida de la familia. Cobra gran significación el estilo de liderazgo que predomine, así como la flexibilidad en el ejercicio del mismo, siempre y cuando las circunstancias lo requieran.
“Si bien el estilo democrático es el más aplaudido dentro de los modos de dirigir, a veces se requiere ejercer la autoridad de modo tajante, y otras la permisividad resulta altamente beneficiosa. Debe prevalecer el respeto entre las diferentes generaciones y la aceptación de la singularidad de cada individuo”, afirman los especialistas.
La buena conducción de la jerarquía familiar favorece el desempeño adecuado de los diferentes roles. Porque si cada miembro del grupo familiar cumple con el rol que le corresponde, no habrá posibilidad de sobrecarga en ninguna persona del hogar.
Otros factores calificados por estos psicólogos como potenciadores de una buena convivencia son el establecimiento de reglas y límites precisos para todos, y lograr que la comunicación clara exprese afectos positivos y permita confesar inconformidades, desacuerdos o sentimientos negativos sin carácter violento ni destructivo.
“Las personas creen que el espacio psicológico depende del espacio físico, y no siempre es así. Sobran ejemplos de familias que viven en casas espaciosas y cómodas  y no tienen relaciones armoniosas, o viceversa.
“El espacio psicológico depende del amor, el respeto a las ideas, sentimientos y problemáticas de los demás; lo realmente importante para rescatar aspectos comunes y crear una identidad familiar que los mantenga unidos y felices.
“Podemos lograr que nuestra cotidianidad refleje el amor que sentimos por nuestra familia, y no solo esperar a demostrarlo en fechas significativas. La unidad se puede alcanzar en todos los momentos: la elaboración de una comida, mientras se hace la limpieza, o cuando se prepara y disfruta de una fiesta”, afirma la licenciada Beatriz Ortet.
La interacción entre generaciones no posee en sí misma un signo negativo, puede ser enriquecedora en el aspecto emocional y educativo. La imposibilidad de edificar un abrigo propio, según los gustos y requerimientos personales, pone al límite esas relaciones y las llena de tensión, desencuentros y frustraciones, sobre todo si se falla al utilizar herramientas para la convivencia sana. Los grupos más vulnerables son los ancianos, las mujeres y los niños, que sufren sobrecargas, incomprensiones o irrespeto a la intimidad y el derecho a decidir.
Se precisan más construcciones, que las personas puedan soñar y lograr un lugar para habitar. A pesar de ello, la concordia familiar depende en última instancia de los lazos que se sepan crear. Como esclarecen los especialistas, “no siempre el que se casa tiene casa, pero siempre puede formar un hogar”.

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